Crónicas falsas de noticias reales
Omar y los leones
Omar cumplió tres años cuando su padre le regaló un león de peluche, la figura era pequeñita pero estaba muy bien detallada y de inmediato se convirtió en la favorita del niño que no la soltaba ni para dormir ni para ir a la escuela. Como sucede muchas veces, los padres alentaron el gusto reciente y colmaron al niño de leones, en su cuarto y su clóset aparecieron leones en dibujos, juguetes de plástico, pósters y libros; la “gracia” favorita de Omar era rugir como león y todos lo festejaban, siempre.
Esas aficiones suelen irse con la primera infancia, pero con Omar no fue así. Tal vez porque su padre murió en un accidente cuando él tenía 15 años o tal vez solo porque el león es una figura muy representada, Omar continuó coleccionando leones de todas formas y tamaños. Hubo quién consideró extraño que a sus 18 años Omarcito viera “El rey león” cerca de 40 veces, que se supiera los diálogos y escuchara las canciones todo el día. Para su primer día como universitario llevó sus libros de contaduría en una mochila con un Mufasa estampado.
Obtuvo su título a los 23 años y desde que cobró su primer sueldo, Omar comenzó un fondo de ahorro sin decirle a nadie para qué era. Su familia y amigos le preguntaban si ahorraba para ir a África para ver leones en su hábitat natural, él solo se reía. Fuera de su enorme colección de leones, la vida de Omar no tenía nada particular, trabajos fueron y vinieron, novias tuvo pocas, se casó a los 31 años con su secretaria que ya tenía un niño y decidieron no tener más hijos. Junto con el número de leones también crecía el fondo de ahorro y Omar seguía sin contarle a nadie para qué lo usaría. Las peleas con su mujer siempre tenían ese tema, los reclamos por no compartir el dinero con la familia terminaban en portazos y ausencias que duraban horas.
La colección de leones ocupaba ya un cuarto entero, estaba conformada por chucherías y por pinturas, esculturas y artesanías de un valor considerable. Omar salía muy poco, siempre temeroso de que algo le sucediera a su pequeño museo; por eso el robo lo hizo caer en depresión. Sucedió cuando cumplió 40 años, después de semanas de peleas y ruegos, Omar accedió tomar vacaciones en la playa para festejar su cumpleaños. Al regresar encontró su casa vacía, los ladrones tuvieron tiempo para llevarse casi todo, incluyendo sus leones, sus amados leones.
Todos suponían que los ahorros por fin tendría un uso práctico, había que recuperar los muebles y electrodomésticos robados, reforzar la seguridad de la casa, pagar la deuda adquirida en las vacaciones en Cancún: pero no, Omar tenía otros planes y los puso en marcha. Cuando construyó una barda alrededor de la azotea, todos pensaron que era para sentirse protegido, pero cuando instaló una enorme jaula comenzaron las preguntas y las sospechas. Omar casi no hablaba, trabajaba todo el día y los fines de semana salía sin decir nada.
Las peleas con su mujer arreciaron, ella quería recuperar sus cosas y su vida, Omar estaba siempre ausente y triste, solo parecían entusiasmarle las obras de la azotea que iban creciendo, además de la jaulas había ya una especie de estanque y un congelador enorme. Cuando su esposa lo dejó apenas mostró emoción, su hijastro lo abrazó y al despedirse le dijo: “estás bien pinche loco”, Omar hizo una mueca y un ruido que pareció un rugido apagado. Solo en su casa subió a la azotea y se metió en la jaula, parecía tranquilo, feliz.
Meses después pidió permiso en el trabajo y faltó cinco días. La noche que regresó sus vecinos lo vieron cargar tres enormes transportadoras para perro y se extrañaron cuando después de unos días no escucharon ningún ladrido. Sin embargo sabían que en la azotea había algo. El misterio no tardó en resolverse, los vecinos de la colonia Viaducto Piedad comenzaron a notar que con el ruido habitual de Tlalpan y Coruña se mezclaban rugidos que, aunque comenzaron débiles y pausados, fueron incrementando su volumen al paso de los meses.
Después de un año nadie tenía dudas, Omar tenía en su azotea, no uno, ni dos, sino tres leones adultos, a través de la barda se podía ver cómo recorrían sin cesar el pequeño espacio en el que habitaban, rugían día y noche, mucho más en tiempo de lluvia. Omar llegaba todas la noches y los alimentaba con trozos de res y pollo que guardaba en el congelador, jugaba con ellos, los acariciaba, rugía y gruñía como si se pudieran comunicar, los llamaba “bebés, mis niños, mis amores”, por primera vez en su vida parecía feliz.
Lo que pasó después ya es noticia; denuncias de los vecinos, la autoridad incautando a los animales, Omar gritando desesperado que tenía permiso, que no se los llevaran, que eran muy mansos, que eran suyos, sus hijos, sus leones… La azotea quedó vacía, los rugidos continuaron.