La paz y la culpa.
Pasé una hora sentada viendo la lluvia, escuchando el canto de los pájaros y el susurro de los árboles movidos por el viento. Pasé una hora en paz.
De pronto esa calma comenzó a saberme mal, a la tranquilidad de sentirme a salvo y de que hoy todos los míos se encuentren sanos y protegidos, le salieron patas y comenzó a subirme por la espalda, para cuando llegó a mi nuca ya había terminado su metamorfosis; era una culpa viscosa y regordeta.
¿Es justo que pueda sentarme una hora entera solo a ver llover? ¿Merezco esta tranquilidad mientras millones de personas están sufriendo los estragos de una pandemia? ¿Cuántas personas han sufrido para que yo pueda estar rodeada de un bosque con el estómago lleno y un lugar cómodo para pasar estos días de encierro?
Lo jodido de la culpa es que rara vez nos deja certezas, lo terrible de la justicia es que no es absoluta, lo siniestro del sistema en el que vivimos y que irremediablemente ayudamos a sostener es que cada momento de paz personal tiene un costo y muchas veces no lo pagamos nosotros.
Hablar de merecimiento es muy complicado. ¿Cuándo sabemos que hemos hecho lo suficiente para merecer cualquier cosa? ¿Cuánto nos fue dado solo por las circunstancias de nuestro nacimiento? ¿Por qué nosotros tuvimos oportunidades que a otros les son negadas? ¿Cómo hacemos para retribuir esas bondades?
No, no puedo hablar de merecer, pero sí de agradecer; dar las gracias a aquello en lo que creo, en lo que he depositado toda mi fe: las personas.
Gracias entonces a todos los que me han traído hasta este día y esta lluvia: mis padres y hermanos, los amores, los antepasados, los tíos, los sobrinos, la familia extendida, los amigos cercanos y lejanos, los maestros, compañeros de trabajo y escuela. Gracias a todos los que me aman o amaron algunas vez, a los que me despreciaron, a los que confiaron o dudaron de mí, a los que me hicieron reir o llorar, a los que me impulsaron y a los que intentaron hacerme tropezar.
Gracias a todos los que no conozco pero cuyo trabajo pone el pan en mi mesa y el agua limpia en mi vaso; a los médicos que curaron mis enfermedades, a los que construyeron o mantienen la ciudad en donde vivo. Gracias a los que se dedican a cuidar la naturaleza que me provee de todo cuanto tengo, a los que lucharon por mis derechos fundamentales y a los que los defienden día a día.
Gracias infinitas por esa hora de paz, por este día y estas semanas de sentirme segura. Espero haber retribuido un poco lo que han hecho por mí o tener tiempo, salud y recursos para poder hacerlo algún día.
Deseo que quien lea esto se encuentre bien y si no es así, que en algún momento tenga, como yo la tengo hoy, una hora de paz y oportunidad de agradecer por ella.
Cuídense todos, cuídense siempre. Busquen y atesoren a las personas que son faros en los tiempos oscuros porque solo ellas pueden salvarnos.