Nuestro dolor, tan inútil.
Una chica, otra, desaparece al salir de una fiesta y trece días después la encuentran muerta en una cisterna. De ella conocemos su nombre: Debanhi. El mismo día de su desaparición, otras nueve mujeres y 70 hombres fueron asesinados en México. La mayoría murieron sin que conociéramos su nombre, su historia y las circunstancias de su muerte y, lo peor, la mayoría de sus asesinos nunca serán juzgados, ni siquiera habrá una investigación para encontrarlos. Nos conmovemos, con razón, cuando algún caso se vuelve mediático, platicamos con nuestros cercanos o publicamos en las redes cuánto nos duele, creo que ese dolor es auténtico pero inútil.
Hace once años, cuando la espiral de violencia comenzaba y los muertos y desaparecidos se contaban por decenas de miles, muchos de nosotros salimos a la calle con la consigna “No más Sangre”. Iniciaba la época de los “muertos de Calderón”, consecuencia de una pésima estrategia de seguridad que sacó al ejercito a cumplir las tareas que tenía rebasados a los cuerpos policiacos y nos mostró la fragilidad e ineficiencia de nuestro sistema de justicia. La llamada guerra contra el narco fue un fracaso de magnitudes que pensábamos inalcanzables; para cuando Peña llegó a la presidencia los muertos ya se contaban por cientos de miles y las listas de desaparecidos eran interminables. Con el sexenio priista llegaron otras prioridades y otros discursos; ya no se hablaba de guerra pero los asesinatos seguían aumentando. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa volvió a sacarnos a la calle, los resultados de la investigación oficial nos escupieron en la cara una verdad irrefutable: en México no hay justicia para nadie.
Durante esos dos sexenios el tema de la inseguridad provocada por el crimen organizado comenzó a mezclarse con un discurso nuevo acerca de un problema antiguo: la violencia sexual y física contra las mujeres y los problemas asociados con una profunda cultura machista en nuestro país. Los medios y las redes se inundaron de discusiones acerca del acoso, el abuso y las condiciones de inequidad de género que todavía prevalecen en las familias e instituciones. Se reformaron leyes y por primera vez el feminicidio, entendido como el asesinato de una mujer provocado por su género, se tipificó como un delito con trato y penas más severas. Esta figura legal permite diferenciar, cuantificar y combatir mejor los actos de violencia en contra de las mujeres. El problema es que estos asesinatos se mezclan a diario con los relacionados con crimen común y organizado. Todos se meten a la misma bolsa y la violencia de género se mezcla con la situación generalizada del país. El sistema legal rebasado no alcanza a diagnosticar ni a solucionar nada.
Con un nuevo cambio de gobierno otro fenómeno, que se gestó junto con nuestra incipiente alternancia democrática, se hizo más notorio; la polarización política de la sociedad es ya nuestro pan de cada día e impregna todas las discusiones públicas y privadas. Aunque los gobiernos anteriores usaron esta división para su beneficio y la alentaron través de las campañas sucias y la compra de favores a los medios de comunicación, la llegada de López Obrador y sus conferencias mañaneras oficializaron el uso de términos como conservadores, traidores a la patria, fifís, enemigos de la cuarta transformación y dejaron muy claro que para el presidente no importa quién seas, si no estás con él, estás en su contra.
En medio de todo esto, los asesinatos de hombres y mujeres siguen acumulándose, los desaparecidos son incontables y cada día la percepción de inseguridad se vuelve más grande. No importa en qué región del país vivamos, nos sentimos constantemente rodeados por la impunidad. Todo empeora cada día porque los crímenes no tienen consecuencias, porque las autoridades policiacas, militares y de justicia nos demuestran a diario su ineficacia. Las investigaciones y juicios, si existen, están plagados de irregularidades y errores. Son las familias las que recorren el país buscando, abriendo fosas con las manos, gritando por sus hijos, hermanos, padres, amigas, madres, compañeras.
Hace ocho años que las grandes multitudes dejaron de salir a la calle para exigir justicia y aunque los muertos son cada día más cercanos preferimos pensar que no son nuestro problema. Decidimos dejar solos a Nepomuceno Moreno que buscaba a su hijo y también fue asesinado, a Maricela Escobedo, a las familias de los 43, a los periodistas, a las brigadas de madres que buscan a sus hijos e hijas por todo México. Vamos a dejar solos a los padres de Debahni que tal vez nunca sepan quién mató a su hija.
Preferimos seguir enfrascados en discusiones acerca de conceptos intangibles, poniéndonos etiquetas, acusando a los otros, juzgando expresiones, construyendo enormes muros ideológicos que nos aíslan de quienes opinan distinto, levantando dedos acusadores contra perfiles virtuales de desconocidos, comprando sin cuestionar los discursos y términos que usan los políticos, traicionando a nuestros amigos y vecinos, jurándole lealtad un presidente que prefiere evadir el tema, acusar de conservadores a los activistas, negar los números y recomendaciones de las organizaciones internacionales de derechos humanos y lanzarse cada mañana contra periodistas y críticos.
Cada nuevo caso del que nos enteramos nos indigna y nos duele, pero no sirve de nada decirlo si no actuamos, si no entendemos que no importa quiénes seamos mientras podamos contar por, miles o millones a los que decidamos volver a salir a las calles para exigir justicia por cada muerto; que cerremos filas con los periodistas, los activistas, las familias y convirtamos nuestro dolor en algo útil. Que gritemos más y cada vez más fuerte hasta que este gobierno o el que sigue nos escuche y empiece a hacer algo para garantizar seguridad en las calles y en las casas, que ningún asesinato quede impune. Que el sicario y el abusador sean los que tiemblen de miedo al vernos juntos; que ningún policía, soldado, juez o funcionario se sienta seguro al cometer actos de corrupción o negligencia, que se sepan observados, vigilados, acorralados hasta cumplir con su deber.
Sé que este texto es una luz imperceptible en medio del caos, pero estoy segura de que no es la única, que tal vez sólo tengamos que encontrarnos y juntar nuestras pequeñas chispas para encender una fogata que atraiga a otros dispuestos a olvidar diferencias y a encontrar coincidencias, a mirarnos como iguales, a reconocer nuestra compartida vulnerabilidad y a transformar nuestro dolor en solidaridad y acompañamiento activo.