Sergio González
Nunca había visto unos ojos como los de Sergio, su color era único, a veces parecían agua turbia y otras un té exótico; tenían también unas pequeñas manchitas más oscuras muy singulares. Pero el color era lo de menos, lo más impactante era la profundidad de su mirada que parecía escudriñar y analizar cada rasgo y detalle. Con esa mirada recorrió el planeta y lo documentó en pinturas y textos; con los ojos atrapaba, con las manos creaba y con su sentido del humor narraba historias de piratas y viajes en dos continentes.
Desde el norte de México llegó casi a la Patagonia en un autito, no sé si sabía que ese viaje marcaría la vida de muchas personas, incluida la mía que recién comenzaba en una ciudad al centro del país.
Sergio vivió bajo sus propias reglas, tal vez no todos llegamos a entender la singularidad de sus decisiones y estilo de vida, pero estoy segura de que todos los que lo conocimos admiramos y envidiamos un poquito la libertad con la que se movía por este mundo y como rompió muchas veces un cristal que algunos ni siquiera veíamos.
Hoy que no está recordé con mucha claridad el día que vi sus ojos llenarse de lágrimas al probar una sopita de pollo que le hice con la receta de su madre, se levantó de la mesa y me dio un beso tronado en la mejilla mientras me daba las gracias. Esos eran los detalles que lo emocionaban.
De Sergio quedan sus pinturas, sus textos y un hijo con el que alguna vez pensé compartir toda mi vida, hacernos viejos y verlo parecerse cada vez más a su padre. Hoy ni siquiera podré abrazar a ese hijo y decirle que lo siento mucho porque la vida es muchas veces jodida pero otras tantas nos pone enfrente personajes únicos, como Sergio, que nos cambian un poco solo con conocerlos.